Hoja parroquial número 81
LA FAMILIA, HOY EN DÍA ES
UNO DE LOS ÁMBITOS MÁS NECESITADOS DE MISERICORDIA
El
Instrumentum Laboris del Sínodo de los obispos sobre la familia recuerda cómo el Papa Francisco en sus
encuentros con las familias, recomienda aquellos estilos de vida a través de
los cuales se cuida y se hace crecer el amor en la familia: pedir permiso,
agradecer y pedir perdón, sin dejar jamás que el sol se oculte sobre un litigio
o una incomprensión, sin tener la humildad de excusarse.
Quizá
sea el Evangelio de la misericordia el más decisivo principio que anime a la
vida matrimonial y familiar. En la convivencia cotidiana, en la que nos
mostramos con nuestras virtudes y defectos, es imposible evitar que haya roces,
discusiones, faltas mutuas. Así, la gracia del sacramento y la fuerza del amor
cristiano nos señalan que el perdón mutuo es camino de reconciliación, es el
dinamismo propio que tiene todo amor verdadero.
En el perdón
mutuo, los miembros de la familia llevan unos las cargas de los otros. El que
ofende, al pedir perdón, se humilla como pide Jesús y ablanda su corazón contra
el orgullo. El que perdona, se identifica con Dios mismo que nos perdonó en
Jesús y configura su corazón con la
blandura del amor.
La misericordia, antídoto contra los profetas de la ruptura.
La disposición a perdonar
y ser perdonado también edifica al matrimonio cuando arrecian las dificultades.
En este sentido, en muchos lugares, se ha generado una generalizada mentalidad
que suele aconsejar a los esposos la ruptura ante la primera dificultad, ante
la primera adversidad. ¡Qué distinto es
el camino de la misericordia! Es un camino que invita a poner la otra
mejilla, a perdonar, a pedir perdón, a agradecer, a dar una nueva oportunidad,
a reconocer que todos somos débiles y pecadores y que todos necesitamos el
perdón de Dios.
En definitiva, se trata de vivir cotidianamente al interior de
las familias la invocación cotidiana del Padre Nuestro: «perdónanos nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
LA INVENCIBLE ESPERANZA
Cuando Teresa
llegó a nuestro monasterio como huésped pidiendo ayuda, era como un ovillo de
cardos, con el corazón lleno de contracturas. Necesitaba contarse ante otra
persona: se habían derrumbado ante ella muchos mundos, se había tambaleado su
firmamento personal hasta no dejar nada en pie. Abandonos, fracasos, heridas y
soledad, de ahí su infinito relato de apocalipsis íntimos.
Más que dar
esperanza, debíamos buscar lo que quedaba de ella entre los escombros. Y ahí
estaba, agazapada en el último rincón como una niña aterrada.
La esperanza
es la última en perderse porque guarda una certeza, que la última palabra no
está en nosotros.
La esperanza
aguarda al Único que salva al hombre.
Ha sido un
largo viaje. Ha sido preciso sacar a Teresa de sus curvaturas sobre sí misma,
de las defensas en las que estaba encerrada y ayudarla a levantarse, a alzar la
cabeza y esperar de pie al Hijo del Hombre.
Me dijo:
«Cuánta misericordia habéis tenido conmigo». Yo le respondí: «Sí, cuánta
esperanza».
Una cosa clara: nunca se puede desesperar
de nada ni de nadie. El ser humano, tocado por la gracia, se levanta del polvo
70 veces siete. Cuando parece no quedar nada, queda la esperanza. La huella de
la misericordia de Dios en nosotros es esa invencible esperanza, hechura suya,
que Él ha dejado grabada a fuego en el barro humano y que nos orienta hacia la Vida,
la salvación, el Amor, la verdadera felicidad, y nos hace esperar en ello. Esta
esperanza nos salva. Es la fuerza que nos levanta del polvo, nos alza de
muerte... porque Él se acerca, viene, y nos salvará. Sí, ¡cuánta esperanza
despierta la misericordia de Dios en nuestras vidas!
*Priora del monasterio de la
Conversión. Hermanas Agustinas
PEQUEÑOS
MILAGROS
Nunca dejará de sorprenderme el poder de sanación que tiene la escuela.
Cada nuevo curso se repite la misma historia: niños y niñas tímidos, ariscos,
agresivos o tristes, que llegan al cole tras años sin escolarizar. No hablan,
no ríen, sus miradas parecen apagadas por el peso de la vida. Es el precio
pagado por crecer antes de tiempo.
A los pocos meses empieza la transformación: aparecen las sonrisas, se
relacionan entre ellos y, sobre todo, comienzan a soñar. Su horizonte se
expande, otro futuro es posible.
No os creáis que hacemos algo extraordinario; más bien, nuestro trabajo es
bastante normal y quizás ahí esté la clave: somos para ellos un hospital de
normalidad. Los refugiados en el Líbano viven en condiciones de gran pobreza,
de inseguridad, de incertidumbre y de discriminación. En nuestro centro
encuentran un lugar seguro donde poder estudiar, jugar y relacionarse como
cualquier niño de su edad. Esta normalidad, junto al cariño y al esfuerzo de
todos los que trabajamos con ellos, constituye la primera piedra en el proceso
de sanación del niño. No os voy a engañar, el odio, la guerra y la violencia
dejan heridas profundas en sus vidas, por lo que necesitarán años para
recuperarse. Pero también os digo que aún no nos hemos encontrado con ningún
caso perdido; por muy honda que sea la huella, siempre hay esperanza. Cada uno
de nuestros niños es un pequeño milagro que nos demuestra que el amor y la
ternura son mucho más fuertes que el odio. Cada sonrisa es un recordatorio de
que hay que ser paciente y constante, de que a pesar de que no veamos
resultados inmediatos el Señor sigue trabajando por dentro.
Cada una de sus miradas nos anuncia que, por muy larga
que sea la noche, al final siempre sale el sol.
UN AÑO PARA LA CONVERSIÓN
Y LA MISIÓN
El Papa ha
repetido en varias ocasiones que tiene la impresión de que su pontificado no
será largo. Tal vez por eso, o porque –como también ha dicho– no le gusta
«balconear la vida», no ha querido perder el tiempo y ha propuesto una hoja de
ruta que va a lo esencial de la vida cristiana: vivir del amor misericordioso
de Dios para dárselo a conocer al mundo con obras y palabras. Esa ha sido
siempre la raíz de la acción evangelizadora de la Iglesia, y ese es el eje
vertebrador del Año Jubilar de la Misericordia que el Papa abrió el martes en
Roma.
Francisco es
consciente de los peligros que se ciernen sobre la humanidad: guerras,
terrorismo, cambio climático, consumismo exacerbado, desigualdades, corrientes
ideológicas que desnaturalizan al hombre, una apostasía silenciosa que margina
a Dios... La respuesta que le pide a la Iglesia no es la de un repliegue
temeroso, sino incrementar su celo apostólico a través del lenguaje universal
de la misericordia, cauce privilegiado para revelar al mundo el verdadero
rostro de Dios. Es la misma respuesta que dio hace 50 años el Concilio Vaticano
II, de cuya clausura se cumplieron el martes 50 años. Conversión y misión.
Una Iglesia
purificada se despojaba de mundanidad para salir a anunciar el Evangelio a un
mundo que, en palabras de Pablo VI, «escucha más a gusto a los testigos que a
los maestros». Esa es la hoja de ruta que han seguido todos los pontificados
desde entonces. Lo que ha hecho Francisco es acelerar el paso.
Una de las
notas características de este Año de la Misericordia es la descentralización.
El Papa pretende que este Jubileo llegue hasta el último rincón de la diócesis
más remota. En España, en comunión con Francisco, los obispos han orientado el
trabajo en sus diócesis para facilitar que la Iglesia sea verdaderamente una
casa donde se experimente el perdón de Dios y se practique el amor al prójimo.
Con todo, el mejor plan pastoral no puede ser más que una invitación lanzada a
los fieles. La pelota, por tanto, está ahora en el tejado de cada bautizado.
MI
PADRE NO RENEGÓ DE SU FE,
Y ESTOY ORGULLOSA DE ÉL
Me llamo
Ingry Tawadros,
tengo 14
años, soy copta ortodoxa, y la mayor de tres hermanos. Nuestro padre fue
decapitado por el Daesh en una playa de Libia el 15 de febrero.
Se mantuvo
fiel en su fe hasta su último aliento. No pudimos dar sepultura a nuestros
muertos porque el Daesh tiró sus cuerpos al mar. Rezamos por sus asesinos. Mi padre
y sus compañeros han sido reconocidos mártires por mi Iglesia.
Son un
ejemplo para todos los cristianos
Esta Navidad va a ser muy distinta
para las viudas e hijos de los coptos asesinados por los terroristas del Daesh
en Libia a principios de este año. Todavía nos estremecemos al recordar las imágenes
de los 21 cristianos vestidos de naranja junto al mar. Esa peregrinación hacia
el martirio ha quedado grabada en la memoria de los egipcios y de todos los
cristianos.
Una
delegación de Ayuda a la Iglesia Necesitada ha visitado recientemente a sus
hijos. Fue en la sede episcopal del obispo de Samalut, monseñor Paphnutius.
Está a 250 kiometros al sur de El Cairo.
El obispo
hace de anfitrión y pide hablar a los niños.
Lo primero
que llama la atención es la serenidad y la tranquilidad con la que los chavales
hablan de sus padres. Sus caras se entristecen recordándolos, pero estos
huérfanos, algunos de apenas cinco años, están orgullosos de lo que hicieron
sus padres. Los pequeños casi no pronuncian palabra, miran a sus hermanos mayores
y a su obispo. Solo son capaces de asentir con la cabeza. Toma la palabra Ingryawadros,
de 14 años.
Está sentada
junto a sus dos hermanos pequeños.
Hola Ingry,
¿quién era tu padre?
Mi padre se
llamaba Tawadros Youssef Tawadros. Era un gran trabajador y un buen padre.
Es un nombre
muy cristiano...
Sí, de hecho
mi padre tuvo muchas dificultades en Libia porque su nombre es fácilmente
reconocible como cristiano y, según cuentan, le pidieron en numerosas ocasiones
que se cambiara de nombre, pero él nunca quiso. Mi padre decía: «Quien se
cambia de nombre acaba cambiándose de fe».
¿Cómo vivió
tu familia y vuestra comunidad el secuestro de tu padre y sus compañeros
cristianos?
Rezamos
durante 40 o 50 días para que no renegaran de su fe. Hasta el final invocaron
el nombre de Jesús.
¿Qué has
aprendido del testimonio de tu padre?
Quiero que
sepan que estoy orgullosa de mi padre. No solo por mí o por mi familia, sino
porque ha honrado a toda la Iglesia. Estamos muy orgullosos porque no renegó de
su fe y eso es algo maravilloso. Además, nosotros rezamos por los asesinos que mataron
a mi padre y a sus compañeros, para que se conviertan.
Ingry no
quiere hablar más, pero no es necesario.
Ya está todo
dicho. No hay nada más verdadero que pueda salir de los labios de una muchacha
huérfana.
No puede
existir juicio más claro.
Al tratar de
preguntar a otro de los niños, comienzan a escaparle lágrimas de sus ojos. «Mi
padre está en el cielo», asegura otra de las niñas pequeñas entre el grupo. «A
pesar de ello estoy triste, pues está tan lejos... Le echo de menos».
Su obispo concluye: «Desde siempre la Iglesia sabe que
la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. En este caso no es
diferente. Desde Alejandría hasta Asuán, en todo Egipto se ha reforzado la fe
de los cristianos_
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